domingo, 13 de diciembre de 2009

La maté porque era mía (2)

No hizo otra cosa que contemplar el horizonte lleno de mar y palmeras y caminar. Apartó las sandalias en una esquina de la entrada de la playa y, mientras paseaba sin destino concreto, retozaba la arena con los dedos y la planta de sus pies.


El Sol era escaso, pero el calor abundaba incluso con las pequeñas gotas que chispeaba el cielo grisáceo. Las palmeras se movían al son de la brisa caribeña y el vaivén de las olas rezumbaba en sus oídos tan intensamente, que sentía, sin haberse atrevido a empapar sus piernas en el agua del atlántico americano, la espuma blanda y nívea masajeando su piel.



No pensaba en nada y a la vez pensaba en todo. Aquel momento únicamente era apto para la reminiscencia del sentimiento lisonjero. Así que, todavía encaminada hacia ningún lugar, aprovechó su tiempo matutino para crear estampas seductoras, esas mismas que todo el mundo discurre en los momentos de desazón para sentirse mejor con uno mismo o aquellas que se inventan en los momentos felices para hacer del sentimiento grato una verdadera utopía.


Su estampa no era nada del otro mundo- nada que alguien no hubiera podido imaginar antes- sin embargo, tampoco era de este.

Ella corría a la velocidad de la luz y realizaba acrobacias propias de un inhumano saltimbanqui y así desahogaba la tensión de su cuerpo.

Más tarde sobrevolaba desnuda y libre el mundo entero hasta que se encontró con el Sol, que caía lentamente para dejar paso a la luna que empujaba impaciente, como las niñas en las largas colas para ver al ídolo que siempre quisieron ver. Ésta deseaba con estragos gobernar cual emperatriz el reino de los cielos. Llegaba bruñida y fulgente. Envanecida y procaz- incluso me atrevería a decir que apareció con aires grandiosos y cínicos-, decreciente por aquella parte de la Tierra.

Seguidamente, con las alturas entre la espada y la pared, conmovidas por la tristeza del astro que tenía que decir adiós y asombradas por la belleza del satélite que comparecía cada vez con más vehemencia, la muchacha se adentró al mar. Y el mar la recibió con agrado, y la empezó a acariciar sustantivamente, con fuerza y presión, y ella se dejaba porque sentía que eran amantes de toda la vida, de esos que no se quieren pero que se necesitan, que no se aman pero se aprecian, que no se piensan sino que surgen. Y como en los buenos romances de novela o película, la pasión estuvo presente, tan hegemónica, tan agitada, tan febril, que incluso estuvo a punto de matarle… ahogada.


¡Oh, sí! fue tan real aquella estampa, que con sumo cuidado -y tentando inútilmente a su supuesto presagio- se deshizo de sus ropas ligeras, se despojó de la parte de arriba de su traje de baño y cuando hizo ademán de bajarse la parte inferior, un señor apurado, vino corriendo a recordar que aquello era los Estados Unidos de América y no las tierras afrodisíacas que todos los turistas pensaban que era Puerto Rico, que el puritanismo estaba bien visto en aquel país y que tendrían que respetarlo por muy europeos y liberales que fueran.

Sin embargo, la joven muchacha, pensaba – y sabía perfectamente- que le mandó vestirse otra vez porque al señor le desagradaron sus senos pequeños y tersos.

Sin vergüenza, pero con desilusión, volvió a vestirse y dio media vuelta para recoger sus sandalias.


-Good morning, señorita.- le dijo el guapo y mulato que se encargaba de vigilar que nadie se colase a la piscina del hotel- ¿Ha disfrutado de su paseo?


Ella asintió con la cabeza y contestó en un inglés poco matizado que se agradecía la ausencia del Sol, que con aquel calor bastaba para gozar de su estancia en Puerto Rico,- isla del encanto, tal y como ponia en todas las matrículas de los coches.-


De la manera más tonta y de la única que todos conocemos, la muchacha acabó sabiendo que Luís- así se llamaba el chico- tenía 25 años, que trabajaba de lunes a jueves en aquel hotel hasta las cuatro de la mañana, que era nativo de San Juan, pero que vivó un larga temporada en la Gran Manzana, en Nueva York, donde tenía a su hija de 4 años que iba a venir estas navidades y que se la llevaría a ver el lago bioluminiscente.


-¿Y tú, muchacha, qué edad tienes?

-Diecisiete para dieciocho, me quedan pocos días.

-Vaya, ¿quién lo diría? No pareces tan joven.


Y así, con una sonrisa cómplice, ambos se despidieron. Él con su marcado acento latinoamericano y ella con su acento de española inconfundible.


-Hasta la vista Laura.

-Hasta la vista Luís.



-¿Dónde has estado?- preguntó su madre en cuanto la chica llegó a la habitación, pero sin que pudiera responder, la madre continuó hablando.-Vístete y pónte cómoda que nos vamos al Yunque, ¡A que nos coman las serpientes!

-Mamá, no creo ni que hayan culebras...


Justificar a ambos lados

No sabía con certeza si había serpientes por aquel selva-bosque caribeño o no, pero de lo que sí estaba segura era que no iba a morir asfixiada y desnuda en manos del océano. No por el momento. Quizás, más adelante, lo haría en bikini.

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