miércoles, 29 de enero de 2014

Comunidad



Tommaso toca al timbre cinco veces seguidas aunque no venga con prisa. Le abro la puerta y ya tiene el paquete de tabaco de liar preparado en la mano.
—¡Miau!— saluda, porque siempre saluda así.
Nos sentamos en el sofá de la sala, que huele a tres días de no ventilación y pongo algo de incienso para disimularlo.
—Vengo sólo un rato— dice —luego me voy a leer. ¿Sabes? leer no hace daño a nadie. Estaría bien que cogierais un libro de vez en cuando.
Estira las piernas sobre las mías y no hablamos.
—Pon algo de música.
Me levanto hacia el reproductor y suena ScratchMassive y luego nuestro tema de Major Lazer que descubrimos en 2012, y que a veces ya nos cansa, pero otras no tanto.
—El huevo que me regalaste va fenomenal. Estoy más inspirado con la vida.
—La chica del sexshop me dijo que te gustaría.
A veces se hacen silencios, pero nunca son incómodos.
—He pensado que podríamos empezar un juego— le digo.
—Ya estás tú y tus ideas. Ilumíname, por favor.
—Podría escribirte todos los días una palabra, un concepto, y tú me mandas una foto basada en él.
—Eso es un juego pícaro, para los que tienen tensión sexual.
Su cigarro es de combustión lenta, lleva con él unos quince minutos. Se lo enciende, se apaga. Se lo enciende, se apaga. Se le cae muchas veces la ceniza en los pantalones y lo sacude al suelo.
Mientras, yo no puedo parar de pensar en mis cosas, él lo intuye, porque siempre suelo pensar en lo mismo.
—¡Ay! Déjalo ya, Lauren, todavía eres muy joven como para tener problemas.
Me levanto hacia la cocina para hacer la cena y, como siempre, no queda nada en la despensa. Me preparo una sopa con el medio puerro rancio que queda y con una zanahoria. Tommaso me acompaña y traslada el olor a tabaco por toda la casa.
—Hoy he soñado con niños. Siempre sueño con niños— le digo—, bebés. Es horrible porque los abrazo como si fueran míos y tienen ojos de cristal y melena rubia.
—Tú vas de feminista, pero algún día te pondrás a criar, como todas.
— ¿Tú quieres hijos? — le pregunto.
—Yo no hablo de esas cosas. Son asuntos de cada uno, y tú eres una coneja. ¿Cuándo viene tu madre a visitarte otra vez?
—No sé— le digo — pero a mi madre ni la sueñes.
—¡Qué coneja! Anda, bebamos cerveza.
Nos sirve un vaso a cada uno y alterno sorbos de sopa y de cerveza. Él ya viene cenado de casa.
—¿Y qué estás leyendo? — pregunto.
—Sobre técnicas del dibujo.
—Tú lees sólo para tener cosas de las que hablar en tus reuniones de artistas. Yo leo para disfrutar.
—Se pueden hacer las dos cosas. Puedes incluso correrte.
Me río.
—Qué coneja...

La cocina se carga de humo y las ventanas se empañan. A veces me alivia eso, porque no tengo cortinas y el contacto con los vecinos es muy directo. Me imagino, mientras me termino la sopa -que en el fondo no está tan mala-, todas las veces que entro desnuda a la cocina a buscar cualquier cosa. Nunca pienso en los vecinos, se me olvida que pueden estar observando.
—¿Sabes? — le digo—De pequeña era nudista. Andaba en pelotas por todos los sitios. Cuando iba al corral de mi abuela me daba miedo que las gallinas me picaran el culo.
—Qué coneja…
—Anduve desnuda hasta los diez, cuando descubrí que la pelusilla daba vergüenza ajena. Incomodaba a los demás.
—Los niños se correrían al verte.
—¡Tenía diez!
—Da igual, son todos unas pichas flojas. En fin, me voy a casa a leer.
Nos levantamos y dejamos sin recoger la cocina. Le acompaño hasta la puerta.
—¡Miau!— se despide, porque siempre se despide así.

En la casa habita el humo y yo me voy a la cama, sabiendo que soñaré con niños.