Ana tiene una voz aguda muy peculiar. A veces titubea
demasiado y dice “en plan” y “osea, como” muchas veces. Su boca vibra con las
palabras. Me cuenta que quiere un amor. Pegamos sorbos largos a la lata de
cerveza, tumbadas en el césped del London Field. Ana quiere un amor y bebe
cerveza, y titubea al hablar. Una cosa lleva a la otra y no puedo evitar
recordar los romances que he tenido a lo largo de la vida. Está Juanan, el
chico de pueblo sin ambiciones con el que nada compartía y que ahora es
emprendedor (palabra que mola mucho pero no sé muy bien lo que significa). Juan Carlos, un romántico ya casado. Guillermo, el músico que creía que lo nuestro
podría funcionar. Mani, el parisino que me besaba la frente. Pedro Makay, con
apellido, porque era un producto musical que acabó dándome pereza. Borja, al
que en estos momentos sigo detestando por no haberme querido como yo a él. Ha
habido otros tantos – muchos- nombres, pero no recuerdo ni la mitad.
Total, que Ana me explica que no sabe elegir, que se enamora
de ‘raros’, por eso siempre sale todo mal. A mí realmente me da igual lo que me
está contando porque yo no quiero un amor, quiero un nuevo trabajo; cosas distintas,
pero que, en el fondo, causan la misma sensación de desengaño. Caos vital, que
lo llamo yo.
Comparar amor y trabajo puede parecer frívolo, pero, si te
paras a pensar pasan por los mismos patrones: desabrimiento por no tener uno,
resignación por tener uno que no te gusta, aburrimiento cuando lo has tenido
por mucho tiempo. Así que llego a la conclusión, mientras seguimos bebiendo
cerveza, de que lo que necesito son pequeños sucesos motivadores. Ana se ríe y
dice: “eso, yo también quiero un polvo”.