lunes, 15 de junio de 2009

Historias inmoralizadas (3)

(...) Sentado incómodamente en aquel destartalado sofá, sacó de su bolsillo la libreta de Juliane que había robado tan sólo por aquella noche, y que después la dejaría en su sitio sin levantar sospecha alguna. Comenzó a leer de nuevo:


(...) “Fueron sus pasos serios, largos y estruendosos los que me advirtieron del peligro. No era la primera vez que me pegaba, por supuesto, pero jamás me había hecho tanto daño. Las niñas, mis niñas, mis preciosos ángeles, mi vida y mi todo, lloraban con aflicción y desconsuelo, y sentía con cada llanto y ahogado suspiro que desprendían, el dolor anticipado del cuchillo que Él llevaba en la mano.

Tirada en el suelo, atestada de golpes, con la ceja rota, la nariz sangrando, la suela de su zapato incrustado en mis muslos y con muy pocas fuerzas, ya había comprendido mi trágico final. Él gritaba a las niñas en un timbre de loco tarado que cerrasen su maldita y jodida boca, luego se volvía hacia mí, atacándome, además de con su inmunda y sucia labia, desciñendo insultos y blasfemias con su fuerza bruta de hombre machista…”

Máximo sentía cómo en su tibia y blanda carne, la pelusilla se acababa de erizar por un escalofrío. Nada era peor que un testimonio de primera mano, y menos si tenía que tratar a la persona a diario, protegerla y mantenerla con vida. ¿Qué fue lo que hizo que Juliane se atara a aquel hombre? ¿Por qué no lo había denunciado antes? Ella aparentaba ser una mujer que no se dejaba dominar fácilmente.

“Todavía oigo sus vocecitas amedrentadas y sus ojos brillantes en la oscuridad de la casa, suplicando clemencia. Quizás debí figurármelo antes de haber accedido a irme a vivir con él; debí ver en su cara la arrogancia de la prepotencia, del alma sádica que disfrutaba haciendo sufrir a los demás. Debí también ser menos tradicional quizás, no haberle perdonado la primera vez que me puso la mano encima, no haber permitido que aquello se repitiera una y otra vez, haber sido más fuerte, haber protegido a mis niñas, a mis preciosas y dulces niñas, que al fin y al cabo, jamás lo quisieron en casa, porque cuando lo conocí, vieron en él, con aquel sexto sentido que tienen los niños, algo que yo no pude prevenir…”

Justo en aquellas últimas líneas, las palabras eran más difíciles de leer e interpretar porque una lágrima las había desdibujado.

“Ahora ellas ya no están y jamás me podré perdonar no haberlo impedido. Perdidas en algún confín de lo inmaterial, andarán buscándome, y, aunque Él tuvo las intenciones, no fui a parar con ellas. Creo que fue un destino peor, aquel que os he descrito anteriormente, ese en el que los gritos ahogados de las personas te asustan hasta volverte loco, donde la paz no tiene espacio y el dolor no se apiada de ti. Donde todos están tan locos como tú y han perdido la esperanza de todo buen porvenir. Donde mutilados de la guerra, violados, maltratados, quemados y enfermos, se suman en cuerpo a un hospital donde dormitan hasta recuperarse o morir, y en alma, a la vigilia de aquel lúgubre mundo del que jamás, aunque tu cuerpo haya decidido despertar, podrás olvidarte.

Y es que hay tantas y tantas historias que contar…”

El resto de páginas se encontraban en blanco. Seguramente, seguiría escribiendo esta semana con la poca fuerza que poseía; aunque, por suerte, poco a poco iba recuperándose, y las puñaladas de aquel cuchillo en su vientre, las mismas que él mismo ayudó a coser, iba cerrándose paulatinamente. (...)

lunes, 8 de junio de 2009

Historias inmoralizadas (2)

Ella asintió y con una débil sonrisa, le agradeció el cumplido, después recostó su diminuta y herida sien sobre la almohada. Se durmió casi al instante. (...)

Max tuvo la tentación de volver a coger la libreta de encima de la mesita de noche y seguir leyendo aquella historia del diario, escrita con una letra rápida e ininteligible, que le transportaba al dolor de la muchacha; y con el vencimiento de la curiosidad, se la echó al bolsillo de la bata verde y salió de la habitación, número 67 de la tercera planta.

Mientras se encaminaba hasta la sala de reunión, olía por todos los rincones a enfermo y a medicamentos y recordó que muchas veces, desde el final del pasillo, se impregnaba en la piel los gritos delirantes de esas personas lánguidas y sus trémulos silencios que dejaban al marcharse para no volver jamás.

El caso de Juliane no era diferente, y sus pesadillas eran evidentes después de haber vivido tal experiencia. Max la veía guapa, muy guapa; pero por desgracia la belleza había quedado rasurada por los cardenales en su cuerpo y las innumerables heridas que le dejó marcadas algún mono de feria que se movía libremente por las calles de la ciudad sin ser todavía sentenciado. Tras pensar esto último, se llenó de rabia y comenzó a murmurar insultos para sí mientras andaba cabizbajo.

-Máximo ¿Qué ocurre que estás refunfuñando?

La doctora Charlotte, que llevaba ya más de ocho años en aquel centro hospitalario, se le había cruzado por el pasillo y portaba en la mano la carpeta del historial médico de su nuevo paciente.

-¿Eh? No, no me ocurre nada. Es un mal día, solo eso.

-Tienes que dejar de entristecerte por la mujer.- dijo seria adivinando sus pensamientos- Como el de ella, hay muchos casos.

Max asintió con la cabeza

-Lo sé, pero con Juliane es... diferente. Le he cogido cariño. Si vieras las cosas más profundas que escribe… - su voz sonó melosa.- Y, bueno, ¿qué tienes para hoy?- dijo señalando la carpeta.

Ella sonrió

-Un pobre anciano. Está bien ahora, algo cansado. Le estamos suministrando oxígeno. El pobre respiraba fatal.

Con un gesto, se despidieron y Máximo siguió su camino hacia la sala de reuniones. Era tarde, y como todas las noches, estaba vacía, y el silencio duplicaba las vibraciones que la máquina expendedora de café y los ordenadores encendidos emanaban.

Se sentó, algo exhausto, en el incómodo sofá. Notaba cómo sus muelles desgastados y oxidados se le hincaban en las nalgas. Pero le quedaba únicamente dos horas y ya habría terminado su turno de noche. Sin embargo, por increíble que pareciese, no le apetecía marcharse. Necesitaba sentir que Juliane estaba segura, que no volvía a tener pesadillas y que nadie más le hacía daño.

Sentado incómodamente en aquel destartalado sofá, sacó de su bolsillo la libreta de Juliane que había robado tan sólo por aquella noche, y que después la dejaría en su sitio sin levantar sospecha alguna. Comenzó a leer de nuevo: (...)

viernes, 5 de junio de 2009

historias inmoralizadas (1)

“El país donde ha pasado todo no existe. Lo sé, porque yo he vivido allí. Es fantasma, es invisible. En los mapas no figura, los radares no lo capta. Los barcos navegantes no divisan su tierra firme y los aviones jamás aterrizan en él. No tiene capacidad geográfica. Es un elemento del mundo inexistente, abstracto e ignorado, pero tan real como el hecho de que no te has parado a respetar mi intimidad y ahora mismo estás leyendo esta absurda- y sólo absurda porque no tiene ningún sentido- historia escrita en este malogrado diario.

Mi estancia en ese lugar ha sido temporal, pero se me ha hecho duradero. De vez en cuando oía voces procedentes de otra tierra, de personas que me parecían conocidas, pero después, seguía caminando por las ateridas calles de la ciudad destino ningún sitio. La gente allí era lánguida, muchas veces incluso te transmitían el dolor con la mirada, el sufrimiento de su desesperación. Algunos tenían los brazos dislocados y otros tantos iban en silla de ruedas. También sangraban a menudo. Pero la costumbre de verlos así hizo que desvaneciera el temor de vivir en el borde de la locura, y que permaneciera mirando el horizonte y el ocaso, que colgaba rojizo del cielo, frágil y mórbido, como todo lo que hay en este ambiente turbado. Si supiera alguien que he estado en ese lugar, es entonces cuando me tildarían de loca (…)”


Sentado, de un sobresalto Max cerró la libreta sin poder terminar de leer cuando escuchó a la mujer tumbada en la cama gritar en sueños. Seguramente estaría soñando una vez más con el pasado azaroso.

Cuando Max la contempló tumbada y jadeando, no pudo evitar despertarla para que se incorporara, se secara el sudor que caía a chorros de su pálida frente y se diese cuenta de que ya no había nada que temer.

-¿Ha sido el mismo sueño?

La mujer asintió con las pocas fuerzas que le quedaban.

-Me tienes preocupado, Juliane, todas las noches lo mismo…

Juliane cerró los ojos. Le dolía demasiado la cabeza. Era como si un martillo le golpease fuertemente una y otra vez, haciéndole estallar el cráneo.

-No soy yo la que quiere tener estas pesadillas, doctor.

-Llámeme Max- le sonrió a la vez que le cogía de las manos y le acariciaba el enmarañado pelo castaño que se le había creado durante aquellos días de hospital.

-Duérmete, anda, y procura soñar con cosas bonitas, en preciosidades como tú.

Ella asintió y con una débil sonrisa, le agradeció el cumplido, después recostó su diminuta y herida sien sobre la almohada. Se durmió casi al instante.

jueves, 4 de junio de 2009

Entre sábanas (2)

El…¿chico? ¡Madre mía, qué joven! Seguro que no supera los veinticinco años. Quizás, como mucho, llegue a los veintisiete. Hay que echarlo de casa ya, a saber quién es y a qué se dedica. Y entonces, además de perder la memoria, cree haber perdido toda dignidad- por lo menos la poco que le faltaba- pero no puede remediarlo, últimamente los clubes nocturnos y el alcohol son sus primeros recursos, y bajo sus efectos se convierte en una Destiny cheerleader dispuesta a arrasar con cualquier hombretón- u hombrecito- que se le cruce por el camino(...)


(...)-¡Eh, tú!- le grita en susurros- Vamos. Siento si te despierto, pero tienes que marcharte.
El joven- y apuesto, de eso se da cuenta ahora Alex- abre los ojos, tanto, que parecen desorbitados. Primeramente parece no recordar nada, al igual que ella, pero al verle, se le encienden las lucecitas y le dice: ¡ah, cielo, hermosura, pensé que ya te habías levantado! No veas el hambre que tengo ¿oyes mis tripas rugir? Te están pidiendo comida. Vayamos a desayunar, invito yo.

Esta apunto de negarse, pero lo piensa mejor y entonces descubre que aceptar no sería tan mala idea, al fin y al cabo no tiene nada que hacer y ya se ha acostado con él, si tiene alguna enfermedad, ya se la ha contagiado.

Ambos se ponen en pie y se vuelven a contemplar los cuerpos desvestidos y recién descansados. Él piensa que ella es preciosa y que posee una belleza exótica. Ella piensa que él es más de lo que ella se merece físicamente, aunque no sea completamente un chico boom-boom.

-¿Cómo te llamabas, hermosura?- le pregunta él con cierto tono garboso y desenvuelto, como si de verdad hubiera olvidado el nombre de tal primor y encanto.

-Alexandra, pero puedes llamarme Alex, casi lo prefiero, ¿sabes? Detesto mi nombre completo.

Ella termina de arreglarse: unos pantalones claros y cortos que le llegaban muy por encima de las rodillas, un top negro ajustado que le hacía un escote perfecto, y las ondas de su pelo se las revuelve un pelín más para darle ese toque desenfrenado a su persona.

-Estoy lista.

Hay tantos sitios y lugares en Madrid para tomar un café y un cruasán, que, mientras van andando por las grandes avenidas, no saben dónde parar a desayunar.

Alexandra ha podido olvidar aquella tertulia enmarañada en su mente de la osadía de llevar a un desconocido a su casa y haberlo dejado dormir en el lado de la cama etiquetada para ella de “intocable”, pero una vez violadas sus propias normas, no le queda sino más que sonreír y callar- e intentar borrar el recuerdo de que una vez se fue-e irse a tomar unos donuts con un tal… ¿Pepe, Pablo, Pedro? Ni siquiera se ha molestado en volverle a preguntar el nombre.