lunes, 13 de abril de 2020

Mi cabeza está en 2008


Mi cabeza está en 2008; yo tenía dieciséis.

Tengo mejor relación con los espejos. La vanidad se ha transformado en autoestima. Qué bueno, pienso; cuánta culpa tendrá la industria del buenrrollismo, pregunto. Lo cierto es que he sido demasiado triste para haber sido tan querida. Eso lo sé ahora, que me quisieron, digo. Mucho relato sexual en 2008, hormonas revoloteando por el cuarto, sintiéndome pionera por ser chica y por contarlo en voz alta. Me leo y me hago gracia. También me doy vergüenza. A pesar de todo, sumida en mi caos mental sigo un poco, aunque de otra manera. Solo sé escribir si reflexiono sobre mí, eso no ha cambiado. Del amor también escribo mucho. 

Por aquel entonces me intercambiaba mails con un anónimo de la red – cuánto afea internet el relato, siempre lo pienso-. Me escribía como si fuera su amor platónico: me echaba de menos si no me conectaba, me confiaba sus miserias, hacía hincapié en mis 16 y en cuántos años me sacaba. También decía que leerme era lo mejor del día. Con eso me tenía ganada y yo me recreaba en esas palabras que todas las noches tecleaba para mandarme. Seamos francos: él era un pervertido y yo escribía mal. Escribía como una niñata de 16 años que no tiene idea de lo que es vivir. Mucho pajarito. Mucho wannabe. Mucha sinceridad. Antes no me asustaba tanto eso. Escribía por dos cosas: desahogarme e inventar a la Laura que quería ser. La que realmente era y no me atrevía. La que nunca fui después, ¡y menos mal! 

Una cosa no ha cambiado y es mi amor inexplicable por Britney Spears. Sigo escribiendo con muchas comas, como si, no sé, quizá, intentara explicarlo todo más atropellado. Atropellados estamos todos un poco. La cosa es que me estoy acordando de esa Laura de 16 y de todas esas expectativas que tenía, y de todas esas inseguridades que tenía, y de sus complejos. La industria se cebaba con chicas como nosotras porque no fuimos – y nunca lo seremos- sus delgadas y hermosas criaturas. Ahora me da igual. Me gusto. Pero leerme tan triste me pone triste, sobre todo si es por un motivo como ese. Era infeliz. Era desgraciada. Y aunque momentáneamente reía mucho y muy alto, porque siempre he sido muy escandalosa, solo quería estar delgada. A veces lo sigo queriendo. Qué locura vivir con el deseo de ser quien no eres. Amiga Laura de 16 años, ojalá haber podido conocerte y decirte que eres increíble. Había otras cosas de 2008 que te gustaban mucho a parte de Britney Spears. Zero 7, con Sia, Laura Marling, las postales y las noches al teclado sin participar de nada más. Eso es lo único que envidio de 2008. Llama Samu y me saca del recuerdo. Cómo lo quiero, pienso, cuánta culpa tendrá el presente.

viernes, 20 de marzo de 2020

Día 5 de confinamiento


Me ha despertado una pesadilla. Creo que he balbuceado algo apocalíptico de manera inconsciente. Samu me ha besado la frente y me ha dicho que todo está bien. Le he mirado y le he preguntado si me quiere. Me ha dicho que sí y el susto del mal sueño se ha pasado. He saltado de la cama y me he vestido, con ganas de coqueteo, para ir a la compra.  Teníamos suficiente comida, pero faltaban huevos, queso y aire fresco. Así que he salido con mis propias bolsas y la bici a punto. Me he despedido como si fuera a la guerra. En cuanto he rodado un poco me he sentido culpable: ¿eran tan necesario los huevos y el queso? En el camino me he topado con la policía a caballo, ellos también me han visto y con un gesto feo de policía, me han reclamado a su lado. “¿A dónde crees que vas?”. Por un momento he pensado que sabían que tenía la nevera suficientemente llena. Yo soy de las que se asustan rápido con la autoridad y lo han olido. Al final no ha pasado nada, me he despedido con un "buen día" que no me han devuelto. 

En la cola del súper me he acordado de mis abuelos. Hoy los llamo, pienso. Estoy preocupada: ¿habrán salido los días previos? ¿habrán recibido visitas? ¿se llevarán las manos con coronavirus a la cara? He comprado huevos, queso y algo más, y me he ido a casa. Al final, dentro no se está tan mal. Las calles solitarias no dan tanta impresión como el viento que silba en los oídos con la velocidad de la bici corriendo por esas calles vacías. Con el silbido en primer plano, he visto al otro lado del río aquel bar que tenía pensado inaugurar esta semana. Cerrado. Vacío. Nunca ha servido una caña. Me imagino a su dueño (porque es dueño); me quiero poner en su lugar. Con lo agorera que soy, pensaría que es una señal divina. Pero lo que realmente es, es pura mala suerte. Llego a casa, deshago la compra, llamo a mi abuela. Me encanta su risa agudilla. Le he dicho que se lave las manos, que no de besos, que ya llegarán. Los míos y los de todos. Me imagino un mundo distópico en el que los besos están prohibidos. Qué seríamos sin besos. Cuelgo.