Es raro, piensa Susana. Se ha despertado proyectando el Aschenbach de Thomas
Mann. Desde la cama, observa al gondolero, de palidez física y anímica,
remando en las infectas del canal para llevarle hasta el final de la muerte.
Como si la muerte tuviera un cauce. Como si la muerte tuviera un cauce. Lo
formula dos veces porque le gusta escuchar su voz evocando la resignación
humana. Mann era un maldito marica, piensa. Buscar la inspiración y encontrarla
en un joven rubio de aspecto querúbico es de ser maricas. Se pregunta qué haría
ella si alguna vez sintiera que la belleza de otra mujer le brindase inspiración.
Sería lesbiana, se dice, bisexual, o heteroflexible, o
heteropalmoymedio, o cualquier término infame que le adscribiese a revistas
progres de orgullos absurdos. Pero no es ninguna de esas cosas. No le gusta la
fruta bomba. Y, sin querer, se imagina a Tere, la vecina, que grita desde la
ventana contándole su extravagante cotidianidad (que si he ido al médico con el
nene, que me cagaba muy blando, que si estoy harta de fregar cacharras, se me
van a poner las manos viejas, que si Arturo llega tarde del trabajo siempre
pero, oye chica, lo bien que estoy sola en casa sin que nadie me moleste; que
si se alisa o se hace la permanente en el pelo, que si ahora han sacado unas
pastillas naturales de no sé qué historia con propiedades anticelulíticas…). Se
la imagina desnuda, con su cintura delgada y su pecho exuberante que acaba de
lactar. Ahora que lo piensa, es igual de blanca que el gondolero de Mann. Es
igual de desabrida. Y su vacua charla desde el ventanal, es ese cauce hasta la muerte.
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¡Tadzio, oh Tadzio! |
EL MICROCUENTO FAVORITO DEL PADRE DE SUSANA
Angustias / ¡Ay! / detestaba su nombre / Cuando cumplió los dieciocho, decidió cambiárselo por el de María de los Dolores.
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