Media hora antes, me he puesto a recoger el cuarto como
loca. He tomado la ropa del suelo, la he doblado delicadamente y la he colocado
en el armario, cada cosa en su sitio. He barrido bajo la cama, quitado toda esa
pelusa que acumulaba de semanas, aunque pareciera de años. He sacudido la cama
como si intentara despegar de ella los fantasmas de la noche y he quemado palo
santo para rociar la habitación de la cura que necesito. No es nada personal e
inconfesable, todos necesitamos un poco de madera que nos sane el cuerpo.
Cuando he visto que las plantas están estrictamente regadas,
los collares desenredados, las bragas en el cesto de ropa sucia y las botellas
de agua llenas de colillas en la basura, me he tumbado a mirar el techo, que es
más gris que las paredes porque en su día decidí que estaba muy cansada para
seguir dando brochazos. Pero la
rendición no me asusta, porque solo me rindo con las cosas que no tienen
importancia: techos grises, lavadoras llenas, neveras eternamente vacías… A
pesar de que hable sobre todas estas cosas de persona que se rinde a la
cotidianidad.
No doy por vencida, por ejemplo, mi copa de vino solitaria. Ni
mis bailes frente al espejo. Ni mis fantasías de cruzarme contigo cuando ando
por la ciudad. Ni mis ganas de compartir, como si no hubiera sucedido si no lo
contase. Ni mis ganas de hacer todo lo que no soy capaz de hacer, como si no
tuviera vergüenza. Ni mis ganas de estrenar zapatos. Ni mis ganas de llorar
todos los años en la misma fecha, que casualmente es cuando suelo hacerme
mayor. Ni mis ganas de subirme a las sillas y gritar que brindemos. Brindemos
pues, que la vida está para eso.
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