No vocifera, pero sí suspira. Son
las cinco de la tarde y no para de mirar la hora en su teléfono móvil. ¿Qué
hora es? Las cinco y un minuto. ¿Y ahora? Sigue siendo las cinco y un minuto,
pesada.
El calor le apunta con una pistola
directamente en la cabeza. Y dispara.
-Uffff… Y yo qué sé.
No habla con nadie. Se pregunta
cosas a ella misma, interiormente y se responde hablando en voz alta.
Tiene hambre, y se prepara algo de trampó con una tortilla francesa. Eso le
da más calor aún y bebe, como respuesta, la botella de agua que había en el
frigorífico. Dos litros de líquido en menos de cuatro tragos. Ahora, además de
acalorada, se siente pesada, como nunca. O como siempre. ¿Qué hora es?
Vuelve a mirar la hora y se pregunta qué cojones está esperando.
-Uffff… Y yo qué sé.
Pero sí lo sabe. Lo que pasa es que ella es una chica
fría, calculadora e independiente y se niega a pensar que, quizás, no lo sea
tanto. Nada la distingue, porque, como todas, espera, mientras mira la hora en
el móvil, y el calor le apunta con una pistola en la cabeza.
Es domingo y eso quintuplica su
mala leche, porque tiene, y mucha. De eso nunca le ha faltado. Pesada y
gruñona, frunce el entrecejo.
Y de repente, suena el teléfono móvil. Es la
señal de mensaje. Apresurada, lo coge, quiere que sea él, desea que sea él,
porque si no lo es, siente que habrá rebajado su dignidad al menos siete.
“Estoy en la ciudad. Cuando llegue a casa, hablamos. ¿Quieres que te
traiga algo del McDonalds?” Maldito Dani. No, no quiere que le traigas nada
del McDonalds. No tiene hambre. No quiere comida americana. No quiere.
Y mira a través de la ventana,
siempre con el móvil en la mano, por si acaso.
Su calle nunca fue bonita. Sus
vecinos, muchísimo menos. Es una zona de estudiantes, y los edificios de alrededor los habitan
jovenzuelos con escritorios llenos de apuntes y Macs.
Ve que el vecino le saluda. Es
un poco barrigudo y tiene mucho vello en el pecho y en las piernas. Él la
saluda, también desde su ventana,- Windows
Comunication 2.0-, y le hace gestos
para llamar su atención. Cuando se da cuenta de que aquello no funciona, emplea
sus pulmones para vociferar:
-¡Eh, tú, morena! ¿Por qué no
vienes aquí y me pides un par de huevos?
Seguidamente se ríe como si
fuera un cerdo al que estuvieran intentando degollar, o peor: una burra apunto
de parir.
A ver, relaja, se dice, tienes
veinte años, ¿y qué si este capullo no te llama? ¡Al diablo con él! Te esperan
muchos otros por la calle, ¿acaso no te lo has demostrado?
Sigue haciendo calor, y la tarde
sigue sin moverse. Este domingo es eterno, pero
ella, una mujer independiente que no espera a nada ni a nadie. O eso piensa,
mientras sostiene el móvil en la mano preguntándose qué cojones está esperando.
-Ufffff, y yo qué sé.
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