lunes, 22 de noviembre de 2010

Cuando les hablé de colinas me dijeron que tenía que comer almendras


El césped brillaba con cada paso que dábamos en él, como si fuésemos nosotras el astro que emana luz sobre los verdes lomos de la sinuosa colina enfrente de palacio.
Delante nuestra, una doncella que coqueteaba con tres hermanos, franceses todos ellos, y que vestían con chaqueta y pantalón beis de lino. Con cada sonrisa que ella daba, el sol agonizaba la pérdida de un segundo más.

Y la tarde caía entre risa y sonrisa.

Parejas cortesanas paseaban agarradas de la mano por los jardines de palacio y los niños jugueteaban con sus balones y sus perros.
Y la tarde cayó un poquito más, hasta que hubo apagado todas las blancas y diminutas margaritas de la colina y hasta alcanzarme los pies con sus sombras.

Ahora que está todo apagado, yo huelo a frambuesa. Y ahí en la oscuridad diviso las tenues luces de las farolas que iluminan, más que el camino, tu silueta vestida pidiendo a gritos que la desnuden, por favor. El dominio de mi mente no es bastante para que perdures.

[Así fue como el encanto de la tarde murió para dejar paso al encanto de la noche]

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