Hay veces que veo por los pasillos de la facultad a la
rubia de primer año. No es una rubia despampanante, es una rubia a secas, con
su pelo aplastado, sus pecas salpicándole la nariz, su mirada insulsa y su metro
sesenta y cinco.
Cuando la veo, no puedo evitar recordar aquel verano
en Guardamar que me la encontré en el Cine + Copas, con la misma cara inexpresiva,
mientras se estaba enrollando con el camarero que siempre me tira la caña
cuando, después de bailar una canción en la tarima, me acerco a la barra a
pedir una cerveza.
Ese día ella iba borracha y cuando nos vimos
bailando el fans de John Boy, sonrió
y espetó a voces que yo era una de las pocas con madera de periodista de la
clase. A mi me halagó muchísimo, pero en aquel momento sólo pensaba “si supieras que él está contigo porque yo
no le hago caso…” Y me dio pena y rabia
a la vez, porque no quería otra cosa que bailar en la tarima alguna canción de Dorian o Vetusta Morla y que el
camarero- mí camarero- me invitase a
una copa, como solía hacer, y me dijera lo guapa que le parecía, yo y sólo yo, sin
compartirlo con nadie y mucho menos con una rubia sosa de mi clase de
periodismo en Madrid.
Los vi salir, agarrados de la mano. La rubia no se dio
cuenta de que yo los estaba observando; él sí, y me sonrió, me sonrió
perversamente como diciéndome que ahora me jodía por no haber estado más rápida
o por haber estado tocando las pelotas durante tanto tiempo.
Al año siguiente, para que no me pasara lo mismo, me
lo tiré.
No me ha vuelto a llamar.
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